Sin que, en general, el profesorado se haya enterado, por la escasa difusión dada, estamos en periodo de debate sobre los nuevos currículos de la LOMCE. En primer lugar, de modo novedoso, se integra primaria, secundaria y bachillerato en un solo real decreto, donde todas las materias aparecen ordenadas simplemente por orden alfabético, independientemente de la etapa a que pertenezcan. Las materias, troncales o específicas, que aparecen en los anexos del real decreto, además de la habitual introducción general, junto a los bloques de contenido y a los criterios de evaluación, aparecen los estándares de aprendizaje evaluables, término este alejado de nuestro lenguaje pedagógico habitual, que están llamados a constituirse en el currículo real: marcarán el referente de indicadores para las evaluaciones, promoción y pruebas de reválidas. Son “la cola que menea al perro”, según la expresión de Hargreaves. Recordando a los otrora “objetivos operativos”, indica el real decreto que “tienen que ser observables, medibles y evaluables ya que contribuyen y facilitan el diseño de pruebas estandarizadas y comparables”. Por tanto, serán lo que se evalúe en las pruebas externas, convirtiendo todo el currículo en “enseñar para las pruebas” (TTT: Teaching to the test, que dicen los americanos).
Se habla de competencias básicas, pero quedan reducidas a las competencias de PISA (matemática, lingüística y científica), que son las que cuentan en las evaluaciones individualizadas. Así, por una parte, se declara —sin ambages— que “toda la reforma educativa se basa en la potenciación del aprendizaje por competencias, como complemento al tradicional aprendizaje de contenidos”. Pero en los currículos de cada materia, prácticamente, están ausentes. Cuando se habla de “competencias transversales” junto a las tecnologías de la información y la comunicación o los valores cívicos, se subraya el espíritu emprendedor y creación de empresas. Todo indica que es el valor de las asignaturas aisladas el que domina, en lugar de un planteamiento más globalizador e integrado, propio de un enfoque por competencias básicas.
En este contexto la cacareada autonomía de los centros docentes para desarrollar el currículo —a la que se dedica el artículo 11— nos parece una declaración retórico-discursiva, que se queda corta —¡cabe recordarlo!— con el artículo 56 de la Ley General de Educación de 1970. La verdadera autonomía de la LOMCE no está en el currículo, sino en la competición entre centros para conseguir clientes, según la “calidad” ofrecida a la clientela. No obstante, todo queda abierto a la regulación que puedan hacer las Administraciones educativas correspondientes. Algunas de ellas (Cataluña, Andalucía, Canarias y Asturias) han mostrado públicamente su decisión de no implementar fielmente la LOMCE, con desarrollos ligeramente alternativos o, cuando menos, retrasar su regulación (y, por tanto, su aplicación).
EL PAÍS 26/01/2014 Antonio Bolívar es catedrático de Didáctica en la Universidad de Granada.
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