En los últimos
años, el uso y el abuso de determinados términos están provocando que los
mismos pierdan todo su sentido y utilidad. Es muy frecuente en nuestra sociedad
la repetición, hasta la extenuación, de palabras que pretenden reflejar todo un
fenómeno que es lo suficientemente complejo como para poder ser resumido con
extrema sencillez. Este Hecho excede el simple efecto que tiene sobre el mal
uso que se hace del lenguaje y sobre su empobrecimiento subsiguiente. Implica
que la sociedad actual centra gran parte de su esfuerzo reflexivo en unos pocos
temas, por mera repetición y sin ningún carácter espontáneo, de dudosa utilidad
social.
Para dejar más claro
mi argumento citaré tres de estos términos que considero muy paradigmáticos.
El primero de
ellos es el concepto de sostenibilidad. Una idea, más o menos extendida, de
este término es que algo es sostenible si para su producción, uso o aplicación
se requieren menos recursos del entorno inmediato que los resultados prácticos
que el fenómeno va a generar. Parece simple y debería serlo. Pero si analizamos
el concepto, vemos que es de una indefinición alarmante. ¿Qué son los recursos
necesarios? ¿Aquellos que tienen valor monetario? ¿Los no renovables de forma
natural? ¿Los que están sometidos a un régimen de escasez? Por otro lado, ¿qué
es el entorno inmediato? ¿Dónde empieza y dónde acaba? ¿Qué límites temporales
y no solo espaciales tiene? Y, finalmente, ¿cómo medimos la utilidad obtenida?
Como recordatorio, solo añadiré que en ciertos países de América Latina
utilidades es sinónimo de beneficios económicos, es decir, monetarios. Quizá de
todas estas indefiniciones surja la poca utilidad real que se consigue de la
mera repetición del término sostenibilidad.
El segundo de
ellos es excelencia. Todo en la sociedad moderna posindustrial debe ser
excelente. Esto quiere decir que su desempeño debe ser claramente superior a lo
esperable del promedio, sea cual sea su medida. Aunque cualquiera que haya
estudiado un poco de estadística sepa que la media, o cualquier otra medida
central que se use, siempre se encuentra entre los extremos de la población,
seguimos empeñados en repetir que solo sobrevivirán los excelentes. ¿De verdad
pensamos que lo adecuado es condenar a la marginalidad a todo aquel que ocupe
la cola del espacio social no excelente? ¿Cómo es posible que todos los
colectivos adquieran un sesgo hacia el extremo de mayor utilidad (sea lo que
sea lo que signifique utilidad)? ¿No podemos ser simplemente mejores en
nuestras actuaciones sin recibir el título de excelentes? En un país en el que
ha existido “excelencias” de infausta memoria, no creo que el término sea el
más apropiado.
El tercer
concepto que quiero indicar es reforma. Hoy es día, de forma muy desgraciada,
nuestras autoridades han convertido el vocablo reforma en sinónimo de recorte.
Grave error que estamos pagando muy caro. Reforma debe significar
transformación y adaptación. Reformista debe ser un concepto contrapuesto a
conservador (qué paradoja ¿no?). Los sistemas que no se adaptan al entorno
cambiante, que no se reforman, colapsan por esclerosis u obsolescencia. ¿Qué
organismo o institución social española no precisa una profunda reforma? ¿No
debe ser de obligado cumplimiento para cualquier organización seguir a la
sociedad en sus transformaciones? ¿No sería mucho más dinámica la sociedad si
las transformaciones tuvieran lugar en sentido ascendente y no impuesto desde
la cúspide por las élites dominantes?
Son solo tres
ejemplos sencillos de cómo la repetición sin recapacitar de determinados
clichés es capaz de crear unos corsés intelectuales que traen consecuencias
mucho más graves que lo aparentado a primera vista.
Fdo.: Ana Isabel
Elduque. Decana de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza.
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